miércoles, 26 de enero de 2011

LA LLORONA

La oscuridad, esa noche, fue obstinada. No cedió paso a la luna. Lo que en otras madrugadas hubieran sido penumbras, aquella fue total misterio. Los únicos resquicios de luz en la interminable selva, provienen de velas a medio consumir dentro de casas a medio terminar.
María remienda camisitas blancas. Desde que Luis partió al cuartel, ella prefiere dormir más tarde. Preferir no es la palabra, dormir más tarde, dormir a medias es necesario, así ella puede vigilar la puerta, seguir las respiraciones de los niños, remendar, llorar quedito.
Todos mantienen la guardia. Hay pocos hombres y menos armas.
Juan, por la tarde construye una pistola de madera. Don Ausencio, su abuelo, le enseña carpintería.También le habla de la historia de su pueblo, de café, de esperanza.
Intermitentemente María se asoma por la pequeña ventana. Esa noche, esta noche es más tarde de lo habitual. Verifica que la puerta esté bien atrancada. El sueño la vence, aún falta la última manga. Cabecea. Por los huequitos de las paredes de madera una luz blanquísima se escurre, dejando al descubierto su moreno rostro, su frágil cuerpo torcido sobre la silla de mimbre; pero no sólo la luz entra, la acompañan voces masculinas, rechinidos de llantas y pasos que parecen perforar el suelo. María despierta, se levanta,. En el acto se le va el aliento. Despeja su cara. No necesita asomarse. Sabe quiénes son, sabe lo que significa.
Luis tiene meses de estar lejos; su ausencia le ha cambiado el sabor hasta a las tortillas.
Los niños hacen preguntas. Sólo ven a sus tías y abuelos. María se ha quedado con un crío menos, pero de eso, nunca se habla.
-¡Ahora sí, cabrones muertos de hambre!
-¿Dónde lo tienen escondido?, ¡hijas de la chingada, ya entréguenlo!
María carga a José, el más pequeño, que aún esta soñando, tira de la manita de Juan, lo arranca de la cama. Él despierta rápido, ya no hace preguntas, regresa por su pistolita escondida bajo la cama. Ella lo jala con toda su fuerza, mientras el pequeño dispara al aire, ¡bum,bum!. Le da un golpe en la cabeza y le tapa la boca con la mano. Juan frunce el ceño y obedece.
-¡Pinches indias cabronas!- grita Manuel con una voz que él no reconoce.
María asoma un ojo entre la madera, ve como golpean en la cara a Lencha, su comadre, oye a sus ahijados llorar. Dos hombres entran a la casa y sacan a Rosita como si fuera un bulto, la tiran en medio de la tierra y frente a su madre que ve como le alzan la falda, le embarran babas y manos por todo el cuerpo. Lencha suplica. Luego cuatro chamacos que le parecen sus primos golpean a dos vestidos de verde sin que ellos sufran ningún daño. Ellos tienen cascos, armamento, los derriban sin mayor esfuerzo.
Lencha ya no grita.
María la ve tirada junto a otros cuerpos que guardan silencio.


Manuel se enlistó hace tres años, sus padres lloraron, suplicaron por su regreso. Él estaba listo para la lucha, para su lucha, la de su pueblo, decían. Desde pequeño recorrió con su padre mucha montaña, sumando más brazos a lo que ellos llamaban el fin de la larga noche.


En medio de la nada: gritos, balazos son lo único que se escucha, ya ni siquiera el ladrido de los perros.


Un martes de agosto el joven Manuel fue al centro de la ciudad por un encargo, la primera vez que se alejaba del pueblo; su padre le advirtió lo que encontraría allá abajo, pero nunca lo hubiera podido imaginar de esa manera. Desde la ventana de la Van, la visión de la ciudad se le había clavado en las pupilas como una aguja: cantinas en cada esquina, mujeres maquilladitas, hombres con billetes en las manos. Le dolieron los ojos.
En el camino a la farmacia dos hombres de verde le cerraron el paso, le hicieron preguntas para las que su padre le había dado las respuestas; entre risas lo dejaron seguir.


María remueve una tabla de la pared trasera de la casa, Luis había preparado esa pequeña trampa para escapar. Al quitarla, ve del otro lado a dos pequeños, los hijos de su hermana Sara, les hace una seña para que se acerquen; los niños corren asustados hacia ella. Les pide se tomen de las manos y les indica hacia dónde tendrán que correr lo más rápido que puedan.

Manuel llevaba una bolsa de estraza bajo el brazo, le quedaron 10 pesos para pagar el regreso. En la puerta de la farmacia lo esperaban los mismos hombres de hace rato, pero ahora de mezclilla y algodón. Venían con varios más.
-¿A dónde?- increpó el más moreno.
Manuel intentó esquivarlos.
-Pero sin miedo, no le vamos a hacer nada- dijo sonriente, al momento en que le enseñaba un cañon asomándose entre sus ropas.
Manuel, por un momento, se detuvo a ver el rostro de sus acosadores. Muy atrás y con la cabeza gacha, le sonrió con vergüenza Ramirito. No lo veía desde hacía años, la última vez habían volado un papalote.
-¿Qué pasó, primo?, ¿qué hace por acá?- preguntó Ramiro acercándose;-vamos por unos tragos.
-No, yo no tomo- contestó confundido.
Los otros hombres reían y lo empujaban.
¡-Mira nomás, este indio, que no quiere tomar!- gritó uno, soltó la carcajada.


María corre con José en brazos. Los tres pequeños vienen detrás. Atraviesan un buen trecho de matorral. De reojo alcanza a ver a Sara de rodillas frente a dos militares que la obligan a tragar el mazo carnoso que tienen entre las piernas.
María tiene ganas de matar, sólo puede correr.


Ramiro y sus compinches bebían, Manuel callaba.
-Ay, paisa, usted no entiende: aquí solamente somos empleados, hacemos un trabajo, no queremos problemas, pero una orden, es una orden, y pues, ni modo, para eso estamos- explicaba tranquilo el hombre más moreno.
-Y además estamos orgullosos, ¿qué no?- le dijo “El Bolas” a Ramiro, mientras le servía otra copa a Manuel-.Tenemos empleo, dinero, educación, ya dejamos lejos esa tierra dónde éramos como animalitos desnudos, hambrientos.
-¡Háganos caso!, déjese de ideas, mejor supérese, trabaje para su país, verá cómo lo van a respetar, se va a casar bien, va a ganar bien, va a ser todo un hombre.




Después de varios minutos, las piernas de María ya no pueden más, el peso de José se ha vuelto insoportable, los niños apenas pueden dar paso, falta poco para escapar, internarse en la selva, esperar a que se hayan ido.


Mareado por el alcohol, por las ideas, Manuel no regresó a casa.


Entre la maleza, se detienen por algunos minutos. José despierta, patalea, María intenta contenerlo.Susana la niña más grandecita, su sobrina, se ofrece para cargarlo, María acepta. Camina detrás para cuidar sus espaldas. Avanzan a tientas.
-¡Abuelo!,¡abuelito, no!- brota de una infantil garganta.
El grito interrumpe las oraciones de María. Un golpe seco. Una maldición que no se entiende. Un anciano cayendo sin remedio. Un pequeño que sale corriendo disparado por la angustia.
María se esfuerza por detener a Juan. Ni su brazo, ni su voz lo alcanzan. El niño es veloz.
Las armas se precipitan hacia los pequeños revelados a la luz de las linternas.
Las balas han silenciado los llantos.


Manuel a veces pensaba en su familia, no a veces, siempre, por las noches creía escuchar la voz de su madre llamandole para cenar, la cara de María se le aparecía en sueños como la de una virgen, lloraba, lo consolaba, pero luego veía a su padre, fúrico, apuntandole, dandole una bofetada, tragandose las lágrimas, y Juan, y el abuelo. Manuel casi nunca podía dormir, a veces se emborrachaba, otras ahogaba su pena entre los pechos de una mujer pagada, lo consolaba saber que ahora tenía medios para escapar, tal vez a la ciudad, tal vez a un lugar dónde nadie supiera sus orígenes.


Bajo un cielo sin estrellas, María, emite un alarido que desgarra la selva. Que enchina la carne. Que parece provenir de un animal maldito. Lo escuchan los de verde y se persignan.
Mutilada, María, atraviesa lentamente el charco de sangre, hunde en él sus pies desnudos que gotean al dar el paso. Se inclina sobre la carne quieta, tibia. Besa los cuerpos amados. Intenta cargar al más pequeño, es imposible con un solo brazo.
Uno de los uniformados se acerca, le ilumina el rostro. María alza la vista. Sus ojos vacíos, muertos, ya no miran: apuntan, fulminan al instante, se encuentran de frente con otros ojos, rotos, inundados, que no pueden escapar de esa mirada. Manuel sostiene un arma caliente que le pesa, que le quema las manos. Sin fuerzas, la deja caer junto a una pistola de madera bañada de rojo.
Esa, noche, esta noche, en medio de la oscuridad María comparte su pena. Aún, muy lejos, puedo escucharla gritar:
-¡Ay, mis hijos, ¡Ay amados!




1 comentario:

  1. interesante, esperaba que me dieras la vuelta de rueda de manera diferente pero esta muy chido, tuve que imprimirlo para leerlo mejor...Creo que eres más poeta que cuentista, pero aun así esta narrado muy chido

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