martes, 4 de octubre de 2011

SEX & THE CITY

Miles de caras sin nombre caminan en círculos, bajo la presión del minutero que obliga a seguir andando.
El semáforo tiene tres colores, igual que la bandera. El deber llama. La sangre también.

Ella se lleva una bocanada de aire a los pulmones, una grande.
La soledad grita, pero se ahoga. Está amordazada por la servilleta de algún bar.

Una terraza, dos copas, cuatro manos.
Ella no sabe para dónde mirar. Él ya tiene un objetivo.
Ella suspira, se levanta, coloca la mirada en un punto perdido, expectante.
Ahora, él, tiene un mejor ángulo de su figura.
Ella se sabe deseada, dice, no sabe amar.
A él, lo del amor no le pasó por la cabeza.

Las noches nacen y mueren idénticas, sin que nadie se detenga a notar sus diferencias.

Ella es un negativo, al ser revelada toma color, necesita miradas.
Él, simplemente mira.
El instante ahora es otro: pasaron de ser extraños que rivalizan, a jadear ritmicamente en una sola voz, en una carrera por sentir, dónde el ganador será el que utilice menos tiempo para llegar a la meta.
Repiten caricias, palabras, trilladas herramientas reducidas a un anhelo.

La oscuridad va manchándolo todo. Las sombras se esconden tras el espejo y los ojos bien abiertos perciben el silencio de la nada.

Entonan la furiosa melodía del gozo en lo más profundo de su centro.
Quieren arrancarse las entrañas y después servirlas bien calientes. Platillo sazonado con reservas.
La carne se va cociendo en el hastío, animal herido esperando el último golpe para morir.

La estocada final:

contracción...

Se retiran impolutos de la sala.

Una historia sin vaivenes cada noche.

Acumulación insípida de lunas en el vientre.

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