martes, 31 de enero de 2012

Un hombre que reza


Uno siempre dice o de más o de menos, pensó.
El recinto está plagado de gente repitiendo oraciones sin que tengan que pasar por sus cerebros.
Volteó y vio a Inés con la mirada al frente y la boca sellada.
Mientras todos los presentes: los pobres, los feos, las rubias, los crudos, se paraban con fastidio a comulgar, él no podía alejar un pensamiento.
Se preguntó si se formaría para recibir respuestas, para eso se formaban todos ¿no?
Ahí, frente a las imagenes doradas, desproporcionadas, se le ocurrió algo que tiempo después consideraría una genialidad.
Vio a Inés nuevamente, pensó en todo lo que habría llorado por él en la última semana, en el último mes, en el último año. Vio que ella no se paraba a recibir la iluminación. La vio estóica, rechazando el amor. Ella sólo sabía recibir su amor. O eso que él le daba.
Sintió la tristeza punzar desde las sien hasta las pantorrillas. Sintió ganas de ser perdonado. Pero no haría absolutamente nada. Otro pensamiento le atravesó el cráneo, esta vez no era genialidad, quería apartarlo: un cínico, como yo, es un ser tan frágil, tan constantemente triste al que sólo le quedó el cinismo. Se sorprendió de pensar eso, de sentirse vulnerable, de una vez más, como todas ,desear ser arropado, amado, pero sabía era pasajero, luego vendrían las ganas de despojarse del abrazo, de hacer trizas la manta con la que le habían calentado el corazón, luego vería todo hecho hilachos, prendería fuego a su propio sentir y se revestiría nuevamente de sí mismo, vería las lágrimas de todos queriendo apagar el desastre, pero el desastre ya habría ocurrido y lo único que haría, sería sonreir, meter las manos en los bolsillos, a lo mucho descalzarse el sombrero un instante, antes de empezar a correr y a escribir una nueva historia de desastres y lágrimas y llamas de celofán, porque él ya sabía que nada le quemaba por dentro, que lo movía un vacío en la boca del estómago para llegar a casa y teclear frenéticamente y fumar un cigarro tras otro y salir en medio de la noche con el mismo sombrero de sabor amargo, a cerrarle el ojo a una mujer, a dos, a todas y esperar a que alguna o varias o todas abrieran la puerta de su departamento y luego su blusa, y luego su alma y ya una vez adentro empezar a escribirse, así hasta que la emoción se agotara, hasta que la muerte despertara algo en su interior, pero la muerte la hallaba cada vez que le había marchitado los ojos a una pobre enamorada, que le había roto la fe a un amigo, que defraudaba también a la hoja en blanco. Y parecía no ser suficiente. Pero sí. Se estaba quemando y cada nueva herida propinada era una escarificación invisible debajo de la piel, cada reclamo le calaba los huesos, e Inés, siempre Inés que hacía del llano derrumbe un incendio irremediable, que a cada acto le contraponía otro acto de verdadero amor que lo hería más que la vida misma, saberla tan cínica a su manera, tan honestamente destructiva. Ella era la única que no se fingía víctima. Ella era su cómplice. Ella era el combustible de la catástrofe, y le gustaba, les gustaba.
Luego miró a su alrededor: un montón de maridos atentos, un montón de esposas con sonrisas sintéticas, un montón de devoción con olor a incienso y por un instante se sintió pleno, agradecido.
Una mujer sacó un pañuelo y secó velozmente sus lágrimas antes de que su hombre regresara a sentarse junto a ella. Al llegar, ella sonríó en abundancia. Parece feliz, pero quizá no, o quizá eso sea ser feliz.
Caray, no existe una medida perfecta para nada en este mundo.
Posó sus ojos en Inés. Ella, arrodillada, despegó por primera vez la mirada del altar, lo vio fijamente. Desde arriba, le pareció, tenía los ojos inundados. Guiñó.
Voy a rezar menos, dijo.
Todo parece estar hecho para reir, susurró ella. Le besó el cuello.
En la explanada, ya todos volvían a ser los que eran.

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